Situada en el corazón de la península, La Mancha fue una de las regiones castellanas que vivió el asunto morisco con más intensidad, sobre todo desde que sus comarcas se vieron pobladas con exiliados procedentes de Granada. Hasta 1570, la cuestión fue vista con indiferencia, dado que los antiguos mudéjares no parecieron suponer nunca un problema similar al vivido en el antiguo reino nazarí. La situación cambió a partir del final de la Guerra de Las Alpujarras. Desde entonces la región albergó a unos quince mil cristianos nuevos y con ellos reaparecieron viejos temores y antiguas suspicacias, pero también comenzó una activa convivencia que, lejos de separar a ambas comunidades, las hizo complementarias.