La «cultura de los pazos» en Galicia ha sido descrita hace unas décadas como un fenómeno intrínsecamente gallego, moderno e hidalgo, armónicamente inserto en las estructuras, dinámicas y procesos socioeconómicos de sus tiempos y espacios con una visión decididamente elogiosa que lleva a la conclusión, lógica, de que «la despoblación de los pazos ha sido una pérdida real para la vida intelectual, social y económica de Galicia». Sin duda, esas luces ¿que muchos investigadores actuales destacan cada vez más¿ contrastan con el oscuro estereotipo lanzado por Emilia Pardo Bazán a finales del siglo XIX en Los Pazos de Ulloa, una novela repleta de gentes y edificios tenebrosos propios de un «país de lobos», donde las personalidades luminosas se veían irresolublemente condenadas a ser devoradas por las negruras de un mundo lóbrego que envilecía, empobrecía y embrutecía a sus habitantes. Un buen ejemplo es el pazo de Tovar, en Lourenzá (Lugo). Esta casa-fuerte medieval de singular estructura estuvo sucesivamente vinculada al monasterio benedictino de San Salvador de Lourenzá, a la estirpe Ponce de León, al linaje Aguiar, a la familia del mariscal Pedro Pardo de Cela, a Antonio de Tovar ¿contino de su sacra, católica y cesárea majestad imperial¿, a los marqueses de Villasante¿ Esta trayectoria pasada, de cierto esplendor en determinadas etapas, no impidió que sufriese doblemente. Tuvo que afrontar, por un lado, los múltiples males de sus piedras que amenazaban su propia conservación y, por otro lado, la presión de su devenir histórico, marcado por la historia general y la familiar de las gentes que lo ocuparon. Se convirtió así en un verdadero microcosmos, como eran hasta hace poco todas las grandes casas campesinas, pero también, por sus características nobles, que lo distinguían de ellas, en un epítome de nuestra historia medieval y moderna.