La salud y la enfermedad son las dos caras de una moneda sobre la que se define la propia condición humana. A lo largo del siglo XIX, la medicina valoró los avances propios de la modernidad como el fundamento sobre el que se guiaría el progreso material de sus recién creadas naciones, al tiempo que vislumbró en las formas de vida ligadas a esa modernidad una serie de peligros sustanciales, que ponían en riesgo la configuración física y moral de los individuos y con ella, la del conjunto de la sociedad. La solución racional a ese problema pasó por la construcción de un saber médico-social capaz de influir sobre las causas de la enfermedad mediante políticas asistenciales, capaces de ofrecer una mejora sustancial de las condiciones materiales de vida de las clases más desfavorecidas. No obstante, en países como España, la clase médica siguió defendiendo la preeminencia del elemento anímico del ser humano sobre el físico o material, dirigiendo el espíritu de esta reforma hacia los aspectos morales de la enfermedad.