El escultor salmantino Juan de Montejo vivió cuarenta y seis años (1555-1601), casi los mismos que han transcurrido entre el momento en el que afloró la primera noticia sobre su persona y su actividad artística y la publicación de la presente monografía; de modo que los estudios que han tratado de acercarse a él son recientes, pese a que tanto don Manuel Gómez-Moreno como Georg Weise intuyeron la presencia de un maestro de «estilo intermedio entre Juni y Fernández», seguidor del clasicismo italiano, enérgico, nervioso y expresivo y con algunas «puntas de barroco» en obras anónimas que hoy podemos atribuirle. Procedía de un linaje de artistas dedicado fundamentalmente a la pintura, y el hecho de que se decantase hacia la escultura fue consecuencia directa de la difícil situación que atravesaban los centros pictóricos castellanos a mediados del siglo XVI y de los cambios estilísticos impuestos después de Trento. En esta obra se aborda su formación, que para aquellos aprendices con inquietudes y con aptitudes para la escultura –como es el caso– solía resolverse mirando hacia la villa del Pisuerga, tanto por la mayor concentración de talleres como por la presencia del consagrado Juan de Juni y de los primeros romanistas becerrescos; aunó, pues, tradición y modernidad. Asimismo, se traza por primera vez el recorrido vital de este escultor, desde su juventud en la provincia de Salamanca a su contacto con localidades limítrofes zamoranas, y se reconstruye su vida personal y laboral, su matrimonio y primeros hijos o su traslado a Zamora, donde asentó el primer obrador ya como maestro. Sus últimos años transcurrieron en su ciudad natal, a la que retornó como autor consagrado y desde donde abordó valiosos encargos en los territorios de la antigua abadía de Medina del Campo –parte ya de la nueva diócesis de Valladolid–, lo que le permitió el contacto con la escuela vallisoletana de escultura. Juan de Montejo falleció en Alba de Tormes mientras trabajaba en el monumento funerario de santa Teresa de Jesús que le había encargado el convento de las carmelitas, cenobio que lo había visto nacer como aprendiz y que lo acogió durante diversos momentos de su vida; era el colofón a una existencia compleja y agitada en la que pudo trabajar para la clientela más granada de la época, características que lo descubren como uno de los personajes ineludibles del mercado escultórico de finales del siglo XVI en el occidente castellano.