El rey Salomón pedía a Dios “un corazón sabio”. Hoy este deseo nos parece contradictorio. Pues vivimos, por una parte, bajo el imperio de una razón técnica sin entrañas. Y, por otra, a impulsos de las emociones del corazón, que nos parecen irracionales. Y, sin embargo, necesitamos un corazón inteligente, que descubra el sentido y belleza de la vida precisamente en lo concreto y personal, en el encuentro de amor. Tener corazón es entender que nuestra vida se parece a un tapiz (como el de la portada) donde se entretejen urdimbre y trama. La urdimbre ofrece los hilos que sirven de soporte al tejido; del mismo modo, en el corazón se anudan las relaciones (de hijo, amigo, esposo, padre, hermano) que son la base de la existencia. La trama, por su parte, se cruza y enlaza con los hilos de la urdimbre para formar la tela, dándole detalle y colorido. Es así también imagen del corazón, órgano que permite percibir lo singular de cada encuentro, modular la belleza de nuestra historia. La trama, además, en sentido figurado, es la intriga de una obra dramática, el modo en que se desenvuelve el relato. La vida, vista desde el corazón, tiene una trama, se construye poco a poco, según los compases de una presencia, una pertenencia, y un camino hacia la plenitud del amor.