La pregunta por el bien común, presente en el umbral de la vida moral, aparece también en el origen del pensamiento filosófico y en la historia de las civilizaciones. Grandes gestas y tremendas barbaries se han realizado apelando al “bien común”. Hoy, sin embargo, el bien común no parece despertar pasiones ni disputas. Si alguien lo menciona, ¿hay alguien que se le oponga? Ningún político en campaña lo rechazará (incluso aunque, de hecho, lo rechace). El discurso sobre el bien común ha perdido su aguijón, su carácter incisivo. Ha sido domesticado y amordazado, reducido a una realidad formal. Parece que ningún problema político se resuelve invocando simplemente el bien común. Si acaso, se generan males en su nombre. ¿Qué bien común? No basta invocarlo como un oráculo de Delfos, sino que es preciso reconsiderarlo desde sus raíces. Lo que será verdaderamente fecundo será negar la mayor, empezar de cero, y preguntarse por los fundamentos, evitando formalismos inútiles. Solo así el bien común será algo incisivo, afilado y provocativo. Solo así comprenderemos por qué una mente brillante como la de Aristóteles consideraba prioritario, e incluso “divino”, el servicio al bien común.