¿Y si tuviéramos la clave con la que descifrar nuestra vida, el sentido de cada día, de cada golpe y cada triunfo? ¿Y si se nos diera por escrito, en tinta negra sobre papel blanco, la respuesta a nuestra oración más sentida, a nuestra necesidad más honda, a nuestro deseo más íntimo? Existe. Se nos ha dado, y se nos da cada día, en la proclamación litúrgica o en la intimidad de nuestra oración personal. La Iglesia lleva dos mil años proclamándosela a todo el que quiere escucharla, haciéndola llegar a cada rincón del planeta. Todos los días, por boca de sacerdotes y laicos se lee y se celebra que tenemos esa clave, la respuesta a todos nuestros anhelos, la vía para adentrarnos en el misterio del Dios hecho carne. Tenemos su Palabra. El papa Francisco no quiere que lo olvidemos nunca y en esta carta apostólica instituye e introduce una esta nueva: el Domingo de la Palabra de Dios, en el que recordar y celebrar este gran regalo, para que también nosotros, como el pueblo de Israel, «escuchemos con atención» y Cristo nos abra el entendimiento (aperuit), «entre en nuestra vida y se quede con nosotros» como hizo con los discípulos de Emaús.