El cristianismo es la religión de la carne: no creemos en un Dios, sino en un Dios hecho carne. Y esperamos que nuestra carne resucitará. Estas afirmaciones no son artículos para hacer bulto en un Credo: dan una intensa luz acerca del camino y fin de nuestra existencia.
¡Somos de carne y somos grandes! Dios nos quiere así, santos de carne, disfrutones de los placeres de este mundo. La vida cristiana recorre un camino de transformación de nuestro «cuerpo de muerte» en «cuerpo de gloria», pero es siempre amante del cuerpo. La vida con
Dios no nos aleja del cuerpo, no espiritualiza a los santos en un proceso de desencarnación, sino que nos hace muy humanos, en una progresiva transfiguración e integración de toda nuestra realidad. Si el pecado separó carne y espíritu, la redención nos devuelve la unidad.
Con la fuerza de la resurrección, los cristianos descubrimos el núcleo espiritual que reside en cada realidad material: el alma envuelve al cuerpo; nuestro cuerpo se va transfigurando y el mundo deja de ser pesado; disfrutamos de todo y nada nos esclaviza; amamos todo y no
necesitamos nada; somos del mundo y vivimos como extranjeros...
Por toda la eternidad disfrutaremos de Dios con los cinco sentidos: le veremos y escucharemos, le oleremos y tocaremos, gustaremos de Él... Nuestro cuerpo será glorioso, sí, pero de carne. ¡Carne gloriosa!