No estamos ante una provocación. Al menos, ante una provocación gratuita. Y es que lo que provoca no es el título, sino la realidad originada por Jesús de Nazaret.
Santos de mierda une de modo casi repugnante las realidades más extremas: la santidad y la mierda, el solo espíritu y la sola materia, lo más trascendente y lo más inmanente, lo más divino y lo más terreno, lo más bello y lo más repulsivo. Como se unía en aquella anciana capuchina: daba pasitos de medio palmo apoyada en su bastón, jorobada hasta no poder mirarme a la cara, con los dedos retorcidos por el
reuma y ochenta años a sus espaldas... Esta monja estaba hasta guapa, se la veía feliz, con una luz en sus ojos que no sé de qué misteriosas profundidades se nutría. «¿Cómo está?». «La verdad es que muy bien. Vengo del médico: más pruebas. ¡Pero bien! ¡Qué
bonita es la vida!». Otras personas con su misma vida de mierda me han contestado: «¿Que qué tal estoy? ¿No lo ves? ¡Menuda mierda de vida! ¡A ver si esto acaba pronto!».
No hablamos de optimismo ni de visión positiva. Hablamos de una misteriosa y silenciosa acción transfiguradora del Espíritu en la realidad. ¿Qué nos está pasando a los cristianos, que después de veinte siglos seguimos considerando indigna de Dios nuestra mierda? ¿Qué nos pasa que continuamos confundiendo al santo con el ángel? ¿No será que nos gustaría creer en un Dios que hiciese cosas nuevas, porque no hemos entendido al Dios que hace nuevas todas las cosas?