En nuestra sociedad ha cundido un hondo malestar que adquiere manifestaciones en apariencia contrarias: hay quienes se revuelven contra los ataques a la institución familiar, contra la corrosiva “cultura de la muerte” o contra la ingeniería social que reconfigura la propia naturaleza humana; hay quienes claman contra la depravación del capitalismo global, que condena a la miseria y el desarraigo a las nuevas generaciones y desmantela las economías nacionales; hay quienes, en fin, se rebelan contra la desmembración de la patria o la inmigración descontrolada. Y, para combatir este malestar hondo que se manifiesta de diferentes formas, la gente se adhiere a tal o cual ideología, pensando que en los demagogos que las defienden encontrará la solución a sus cuitas. Pero tales soluciones serán parciales, fragmentarias, insatisfactorias… y, con frecuencia, sólo contribuirán a enconar más aún la calamidad que pretenden combatir. Pues para combatir las causas de este malestar hondo se requiere, frente a las visiones ideológicas sesgadas, una visión armónica que permita unificar en su significación profunda el conjunto de males de apariencia disímil que nos perturban. Y esa visión armónica sólo puede brindarla el pensamiento tradicional. Para desprestigiar la tradición, la modernidad tiende a identificarla con formas de vida periclitadas. Pero el pensamiento tradicional no quiere revivir el pasado (tampoco, desde luego, anticipar un futuro utópico), sino revitalizar el presente, infundiéndole una savia que ya ha probado sus cualidades reconstituyentes. En esta “enmienda a la totalidad” proponemos a nuestros lectores un puñado de reflexiones políticas a la luz del pensamiento tradicional, única alternativa verdadera al zurriburri ideológico imperante.