“Un suceso, un acontecimiento –la Natividad de Jesús–, que el Arte convertirá en motivo de inspiración permanente y que en el belén, probablemente por encima de cualquier otra manifestación, encuentra su expresión más ajustada y genuina. Porque, como el propio Nacimiento al que alude, él es también sencillez y ternura. Porque todo belén es, por encima de cualquier otra consideración, un homenaje continuo al Amor. A esa fuerza primigenia e imparable, capaz de unir, de aproximar. Tal vez por ello, cada vez que traemos a nuestra mente, y a nuestro corazón, la evocación al belén, pesebre o nacimiento –que de esta triple forma suele denominarse–, ante nosotros surge la presencia de planos contrapuestos: el frío y el calor, la noche y el día, la riqueza y la pobreza, la risa y el llanto, el dormir y el despertar, lo divino y lo humano… Todo hermanado, todo concertado. Todo re-unido en torno a la energía primordial del Amor. Desde la pulsión sensitiva, la Humanidad, a lo largo de los siglos, se ha acercado al episodio trascendental del Nacimiento de Jesús a través del belén. Movida siempre por el afecto. Por el rotundo impacto de un episodio que, en su misma brevedad evangélica, en su discretísima descripción permite a su vez el despliegue desbordante de la creatividad, de la imaginación que, lenta pero imparablemente, fue aportando al belén su caudal de emociones, de devoción, de belleza, de infinita y deslumbrante variedad” (de la Introducción).