El poder de perdonar los pecados que Cristo tenía en exclusiva (solo Dios perdona los pecados, cf. Mc 2,7) y que concedió a los apóstoles y a sus sucesores (Jn 20,23) para que pudieran perdonarlos en su nombre, es un don inimaginable, porque Dios, cuando perdona, no solo perdona, sino que olvida. Y no solo olvida, sino que nos recrea porque perdona con su poder creador, devolviéndonos la dignidad que tuvimos de niños».