La predicación eclesial ha omitido con demasiada frecuencia el maravilloso anuncio de la gracia. Y ha puesto más énfasis en el deber y la obligación que tiene la persona de luchar para merecer el don de la salvación. Esto ha dado lugar entre los fieles a un predominio de la moral sobre la mística, del deber sobre la gratuidad, de la militancia sobre el gozo de los dones. El autor nos recuerda con estas páginas que la madurez de la vida cristiana consiste precisamente en armonizar oportunamente el don y la responsabilidad, la gracia y el compromiso, la obra de Dios y la humilde y responsable labor del ser humano. Porque la gracia –nos dice– es esa relación de amor y benevolencia con la que Dios gratuitamente se dirige al ser humano. Abrirse a la gracia, pues, significa abrirse a la acción de Dios, poner en práctica una renuncia a la autonomía y la autosuficiencia que es totalmente contraria a la naturaleza humana. Por eso solo el Espíritu puede realizar en nosotros el anonadamiento, la humildad radical que nos permite adentrarnos en la experiencia de la gratuidad.