A partir del Vaticano II, la vida religiosa se ha visto sometida a una serie de profundas transformaciones, cuyos rasgos más visibles son, evidentemente, externos y de carácter secundarios ( el cambio o el abandono del hábito religioso, el tipo de vivienda, la adopción de compromisos profesionales, el establecimiento de unas relaciones más normales con los laicos, etc.). Pero también el propio fundamento de la vida religiosa está siendo revisado con mayor seriedad. El P. Matura muestra que los tres tradicionales votos (o "consejos evangélicos") de castidad, pobreza y obediencia no pueden considerarse como la estructura básica y privilegiada de la vida religiosa, porque ésta más bien se funda en la noción de "radicalismo evangélico", es decir, en tomar en serio las exigencias más extremas, pero también más dinámicas y más motivadoras, de la predicación de Jesús. Como dice Francisco de Asís, la vida religiosa consiste en "seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo y observar su palabra, su vida, sus enseñanzas y su santo Evangelio". Sobre estas bases se alza, aunque muchas veces con "dolores de parto", la vida religiosa actual, que desea poner su centro en la búsqueda y el encuentro con Dios, en ser signo de fraternidad y de radicalismo evangélico, y hacerlo en medio de los demás cristianos, "en el corazón de las masas". La vida religiosa debe proyectar su futuro próximo, en el que tal vez cristalice en una de estas dos opciones (o en una síntesis de ambas): la de ser "luchadores por la justicia" o "monjes en la ciudad".