El día tiene horas que no marca el reloj. El tiempo no puede encajonarse en veinticuatro numeritos de una esfera. Además de las cuatro, las ocho o las veintidós cuarenta y cinco, hay otras horas que no tienen sesenta minutos: unas son tan largas como una eternidad, y otras pasan sin sentirlas. Hay horas del día, de la semana, del mes, del año y de la vida: horas decisivas, fugaces, aburridas, fijas , punta, perdidas y extraordinarias. Y cada hora tiene su color, su aroma y su sabiduría, es decir, cada hora se puede contemplar, oler y saborear. Al final de las grandes intuiciones, queda la fragancia de la hora. Todo tiene su perfume, desde calzarse los zapatos a mirarse al espejo, desde peinarse a tirar el cubo de la basura. El inagotable universo de la simbología llena de plenitud el momento y, por tanto, también la plegaria. El perfume de cada hora eterniza el tiempo. Antonio Cano Moya, nacido en Pedroche (Córdoba), es sacerdote en la diócesis de Madrid y ha publicado en esta misma colección, junto con Joaquín Suárez Bautista, Dios ríe (1991: 2ª ed.).