Geografías de hojas, pájaros y rocas que se transfiguran en paisajes interiores. La misma importancia tienen en ellos el vuelo de un ave y los cambiantes colores de un bosque, la nostalgia de la casa veraniega y los cristales de hielo que se derriten con los rayos iniciales de la primavera, la inmensidad de un mar vacío, fascinado, y la pena mortal de una ausencia irreparable. Bastan dos versos («Amo este mundo. En eterno cambio / vive y despliega su belleza…») para trazar las líneas maestras de una poética donde se modulan, sin apenas violencia, los variados estados del alma. Y siempre en el trasfondo, en los espacios en blanco, la presencia humildísima del amor.