En las últimas semanas de 1847, vieron la luz en Copenhague estos «discursos edificantes», que buscaban explorar el fondo más profundo en el que se asienta el cristianismo: Dios como amor absoluto.
La aventura era temeraria. Más aún, todo indicaba que estaba condenada al fracaso, pues se necesitan fuerzas por encima de lo humano para aprehender adecuadamente la esencia del amor. En el fondo, frente a la filosofía idealista y a sus derivaciones (materialismo, nihilismo, vitalismos de todo tipo), se trataba de convertir la teología en filosofía primera. En este sentido, la empresa era imposible, puesto que decir algo sensato sobre Dios, o lo que es lo mismo, sobre la trascendencia, es negarlo radicalmente.
Y sin embargo, la existencia humana puede, de algún modo misterioso, participar de la trascendencia a través del amor, ámbito por completo distinto del mundo, el tiempo y las vicisitudes egoístas en las que se mueve la vida de los hombres
. En último término, sólo hay una alternativa: vivir la existencia de espaldas o delante de la eternidad. Y quien se atreve a vivir ante Dios experimentará en su espíritu, aún de manera deficiente, el exceso de amor que lo rodea, en el que se mueve y por el que existe.