Era 1934. El manicomio de Pamplona contaba con 1.300 ingresados. Fue entonces cuando accedió a la dirección del centro por oposición el psiquiatra Federico Soto Yarritu (Santander, 1906; Pamplona, 1989). Mantuvo este cargo hasta su jubilación, en 1976. Con este libro, el lector entrará en un micromundo, el de la vida dentro de este psiquiátrico, donde residían ingresados, la propia familia del director con sus nueve hijos, la del administrador, la de algunos trabajadores, los que iban y venían que convivían, entre otros, con el capellán y las Hermanas Hospitalarias encargadas del cuidado de los enfermos. Todos ellos tejieron una vida única donde las relaciones personales, de amistad, profesionales, de cariño se conjugaron con la evolución de la psiquiatría durante los 41 años en los que este cántabro-navarro o navarro-cántabro, qué más da, estuvo al frente del centro. Entonces, decir Federico Soto era decir manicomio y viceversa. Y la frase estás para Soto hablaba por sí sola. Este neuropsiquiatra, más allá del chascarrillo de si se bajaba por el barandado de las escaleras del chalé donde vivía, que lo hacía, es cierto, incorporó los primeros psicofármacos, eliminó las camisas de fuerza, juntó a los pacientes de pago con los de beneficencia, consiguió reunir a centenares de psicólogos y psiquiatras internacionales en una Pamplona en la que la enfermedad mental fue durante un tiempo la cenicienta de la medicina. Soto Yarritu fue profesor en la facultad de Medicina de la Universidad de Navarra, consultor en la Clínica Universidad de Navarra, divulgador de la obra del psiquiatra húngaro Leopold Szondi. Pero si por algo se caracterizó fue por su atención al enfermo, al que dedicó su vida desde su consulta particular y desde el manicomio.