Durante mucho tiempo la ética ha estado dominada por un planteamiento legalista y deontologista, que sigue presidiendo en buena medida la reflexión moral en nuestros días. La moral se ha pensado y se sigue pensando por muchos como un asunto que tiene que ver fundamental y casi exclusivamente con leyes, con imperativos y obligaciones. Norma, deber, conciencia, mérito se han convertido en las categorías centrales de la ética, mientras que felicidad, excelencia, carácter, virtud han sido desplazadas fuera del centro de atención del pensamiento moral y convertidas en categorías secundarias y periféricas. En este planteamiento, la moral versa sobre leyes y obligaciones que hay que conocer con precisión y, por tanto, el interés se centra en la razón. Los apetitos, los intereses, las aspiraciones del sujeto quedan relegados a un plano secundario, cuando no convertidos en un factor más bien problemático, incómodo, con el que, en última instancia, no se sabe muy bien qué hacer. Legalismo e intelectualismo hacen de la moral algo frío, árido y distante, un orden normativo aparentemente desconectado de nuestros anhelos y deseos más propios. Una ética así concebida ni es capaz de dar razón de sí misma, de justificar verdaderamente sus contenidos fundamentales, ni posee la fuerza motivadora necesaria para realimentar sostenidamente su propia vigencia práctica. Las debilidades morales de nuestra época no son en modo alguno independientes de la fundamentación teórica que se ha dado mayoritariamente a la vida moral.