La religión se ve expulsada de nuestro arrogante primer mundo, que la juzga obsoleta: esa misma sociedad que modeló con mimo a través de los siglos la rechaza hasta con cajas destempladas. Nuestro entorno habría cortado los puentes con ella, y ni quiere escucharla ni le deja hablarle. El balance es intimidatorio: clama al cielo. Y urge al universo de la fe a observar las condiciones de posibilidad de esta especie de tormenta perfecta: esa es la única respuesta que le cabe darse y, de paso, darle.