El yo es fuente inevitable de sufrimiento, porque, en su afán de autoafirmarse, identificándose con la mente, nos aleja de la realidad y de la vida. Consciente del destino a donde el yo conduce, del sufrimiento que genera y de la ignorancia y mentira en que nos envuelve, nos resultará fácil reconocer la necesidad y la importancia de liberarnos de él. Y, dado que el yo únicamente vive y es alimentado por el pensar, debemos ejercitarnos en la tarea de silenciar la mente y aprender a vivir en el no-pensamiento. Porque hablar de espiritualidad es hablar de la dimensión de profundidad. Implica reconocer que toda la realidad se encuentra impregnada de una dimensión de Misterio. En este sentido, la espiritualidad es abierta, flexible, pluralista, dialogante, universal... no conoce el juicio y la condenación. Nos coloca en el camino de la experiencia. Es coherente con nuestra condición humana, respetuosa con los otros y humilde ante el Misterio inefable. Pero la espiritualidad no sólo nos coloca en la actitud adecuada a todo el conjunto de lo Real, sino que puede hacerlo porque nos capacita para acceder a nuestra identidad más verdadera. Nuestra verdadera identidad no es ese yo, sino la Presencia que lo percibe. Y desde la Presencia, todo se ve y se vive de un modo nuevo. El olvido de esta dimensión de profundidad puede hacer estéril nuestro esfuerzo por alcanzar una valoración y estima de nuestra existencia. Podemos vivir una sana autoestima cuando nos habituamos a conectar con ese Silencio que es Presencia y aprendemos a permanecer descansadamente en Él.