Para sorpresa general, la espiritualidad es un valor en alza. Pero, en realidad, la emergencia espiritual de la que somos testigos no resulta algo extraño: liberada de lastres del pasado y de superficialidades posmodernas, espiritualidad es sinónimo de profundidad humana y, por tanto, de fraternidad universal. Se trata de una espiritualidad sin adjetivos que no deja nada fuera, sino que lo abraza todo. Así entendida, la espiritualidad no se refiere a algo que pudiéramos tener –una cualidad o actitud–, sino que nombra aquello que somos en lo profundo, a la vez que nos propone el modo de reconocerlo. En diálogo con los críticos de la que llaman nueva espiritualidad, el autor, aun reconociendo los riesgos que la acechan y que es necesario detectar con lucidez, trata de clarificar rigurosamente sus contenidos y de mostrar la profunda riqueza que encierra. El desafío espiritual consiste en comprender lo que somos y buscar modos de compartirlo, celebrarlo y hacerlo operativo para dejarnos transformar por ello, personal y colectivamente. Solo la verdad libera, solo la comprensión transforma.