Difícilmente, en un país tan puritano como Estados Unidos, un escritor que se dedica exclusivamente a escribir novelas eróticas y ensayos sobre sexo puede cosechar entre el público, y en la prensa, elogios semejantes a los que recibe Marco Vassi. Autores como Nabokov, Norman Mailer e incluso Saul Bellow, tan poco «sospechoso» de este tipo de aficiones, lo han situado en la categoría de maestro del género. Los especialistas consideran que Vassi es en la segunda mitad del siglo XX lo que Georges Bataille fue en la primera, con la diferencia radical de que el acercamiento de Bataille al sexo partía de una teoría con raíces en el movimiento surrealista francés y en el psicoanálisis, y Vassi, en cambio, hunde su conocimiento en la experiencia vivida, en la praxis del sexo, por así decirlo, a partir de la llamada revolución sexual de los años sesenta.
Al igual que en Las comedias eróticas (La sonrisa vertical 68), que publicamos en 1990, Vassi vuelve aquí a sondear en las ruinas de un mundo en extinción en el que sus personajes —y en particular el protagonista— aparecen como hermosos salvajes liberados de la locura que ensombrece una sociedad para él en descomposición. Se mueve en un mundo donde impera la sensualidad en estado puro y deja que su cuerpo y sus instintos le conduzcan a donde quieran llevarle, mucho más allá de lo imaginable, hasta las últimas consecuencias. No es de extrañar, pues, que en las páginas de La solución salina encontremos esta contundente afirmación:
«A pesar de tanta literatura y tanta propaganda, a pesar de mi propia formación contraria a todo ello, el sexo no es para mí un asunto de identidad. Cuando bajo la mirada y contemplo el ansioso culo que se agita, cuando disfruto cada instante del excelso contacto con el ser humano que menea ese culo y cuando siento mi polla exultar de felicidad por la belleza de nuestra danza, no me importa en absoluto saber el nombre de la otra persona. Ni siquiera me importa el mío. El éxtasis no tiene nombre».