A primera vista, la publicidad es una negación de la filosofía, una especie de antifilosofía, pues, frente a la tradición y el logos, parece marcada por la trivialidad y el fomento de las pasiones propios de nuestro tiempo. Sin embargo, Quessada ve en esta oposición una simetría íntima: lejos de pertenecer a la imagen, la publicidad corona el reino del discurso y compite con la filosofía en la definición de la ciudad platónica.La tesis de este brillante ensayo es audaz: hija de la sofística y la democracia, la publicidad completa el trabajo inacabado por la filosofía. Ante el fracaso de Platón a la hora de gobernar la ciudad, la publicidad recupera la gestión racional del mundo y encarna sus ideales en las sociedades democráticas modernas. El publicitario, convertido en el nuevo filósofo platónico, propone acceder a la felicidad mediante la racionalidad y la sofística; triunfa así en la creación de una nueva entidad lógica y política: el siervoseñor. Surgido del núcleo problemático de nuestras democracias, «el siervo se hizo señor del señor haciendo indiscernible la diferencia entre uno y otro». Quessada define con maestría las prácticas retóricas del discurso utilizado por la publicidad y los rasgos que definen al hombre contemporáneo.