La vida de amor, si es auténtica, constituye en la existencia del hombre una cima. Vislumbrar su grandeza anima a cumplir sus exigencias, distinguir el rango de los diferentes valores y conceder primacía a los más elevados. Esta capacidad de elegir lúcidamente implica libertad interior. Tal libertad sólo se consigue cuando se orienta la vida hacia el ideal que se ajusta perfectamente al ser del hombre, a su vocación y su misión. Cuando uno se entusiasma con este ideal, adquiere fuerza suficiente para renunciar a los sucedáneos del amor y conceder a su vida amorosa todo su alcance y su sentido. Ambas tareas implican sacrificio. Sacrificar algo valioso para conseguir un valor superior no supone una represión, sino una elevación a un nivel de vida más alto y relevante. Este acercamiento a la plenitud humana produce una medida correlativa de felicidad.