En la filosofía de todos los tiempos la cuestión del mal y del sufrimiento ha desafiado tanto la razón como la sensibilidad de los hombres. Epicuro lo planteó en términos aporéticos en cuanto a la existencia inconciliable del mal y de Dios como ser bueno y poderoso. La experiencia cristiana recoge este desafío y, encarándolo desde una perspectiva que supera lo cosmológico y meramente antropológico, vuelve a situarlo en el plano de la Vida como lugar de la presencia aparente, en el sentido de que "aparece", la radicalidad de la condición finita, sufriente y mortal de todo cuanto es vivo. En la fenomenología actual se vuelve a este mismo planteamiento. En cuanto a la Escritura, es de subrayar su insistencia en la expresión de la naturaleza misma de Dios como una persona que ama y sufre por amor, al mismo tiempo que ofrece su Vida en la muerte y resurreción de su Hijo como vida donada gratuitamente a quien la acoge en la aceptación de esta muerte y resurrección. En cuanto a la mística, dos expresiones del Maestro Eckhart: «Dios es la esencia de la vida» y «Dios es la esencia de mi vida». Consecuentemente también nosotros, que somos vivientes, llevamos la esencia de la vida de Dios, y, si es Dios mismo lo que llevo en mi, mi radicalidad más honda se confunde con Dios «sin confusión posible». Tratar con el sufrimiento es tratar también con el sufrimiento ajeno, entregar la vida por el prójimo, de tal manera que la santidad misma de Dios consiste en des-vivirse por los hombres, y no otra cosa puede ser la vida cristiana sino una práctica de esa santidad. El profeta Habacuc se vuelve a Dios y le pregunta: «¿Por qué me haces ver desgracias, me pones delante trabajos, violencias y catástrofes, surgen guerras y se alzan contiendas?» (Hab 1,3). Sigue: «Me pondré de centinela, en pie vigilaré erguido en la muralla y observaré a ver que me responde, cómo replica a mi demanda» (2,1). Como si le hubiera oído, le responde Jeremías, el del llanto y las lágrimas: «Sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza» (Jr 29,11). La lectura de la Carta «Salvífici doloris» de Juan Pablo II y del libro de Ramón Domínguez, como su comentario, incrementarán en los lectores esta esperanza que, a la postre, mueve nuestro corazón en la dirección debida, porque «... dice el que da testimonio de estas cosas: “sí, vengo pronto.” Amén. ¡Ven Señor Jesús!» (Ap 22,20).