A veces me parece que la Iglesia como cuerpo visible del Verbo encarnado, muerto y resucitado, no sería el mismo sin la mujer; sin su apasionada entrega al amor que ha esperado desde siempre. Sería una Iglesia quizás más fuerte; quizás más capaz. Pero no tendría el calor de la respuesta que sólo una mujer puede dar y mostrar. Porque el signo más espectacular de la Belleza de la Creación y de la Iglesia, es la mujer que arde de amor ante su Creador y Salvador. Y, por eso, nosotros los hombres, nos quedamos como embobados, admirando tanta hermosura. ¿Qué sería de nosotros, los hombres, los poderosos, los fuertes, sin la fe y la fidelidad de las mujeres? Lean el Evangelio y lean a nuestra querida Sor María Josefa. Ahí encontraremos en qué consiste amar a Dios. Magdalenas que pierden su poca honra -¿y quién la quiere?- para ungir al Señor en Betania; Marías que acompañan a un Hombre abandonado a su muerte; Samaritanas sedientas en el pozo sin fondo del deseo... mujeres amadas por su Señor, tened piedad de todos aquellos que, como yo, olvidamos. Enseñadnos a amar. Enseñadnos el camino de vuelta a Galilea. Ricardo Franco Greño