En estas tres obras, que componen una verdadera trilogía, Ambrosio se ocupa de personajes dispares del Antiguo Testamento: un profeta, un propietario de la ciudad de Jezrael y un israelita piadoso del norte de Palestina, figuras que vivieron entre los siglos IX-VIII a. C., es decir, la última época de la monarquía y la deportación a Babilonia. Todas ellas tienen en común el alto grado de ejemplaridad, lo que las convierte en un verdadero paradigma de comportamiento. Por medio de ellas, el autor aborda abiertamente la situación de una sociedad ya cristiana pero flagelada por los vicios de todos los tiempos. Ambrosio expresa su preocupación pastoral al zaherir en tonos duros y dramáticos dos de los pecados capitales que causaban estragos entre los cristianos milaneses de finales del s. IV: la lujuria en el amplio sentido de la palabra (Elías) y la avaricia (Nabot), que se refleja, entre otros desmanes, en la usura (Tobías). No son textos puramente recriminatorios; a la vez, presentan el atractivo de las virtudes opuestas: la pobreza, el desprendimiento de los bienes de esta tierra, la magnanimidad hacia los menesterosos y sobre todo la generosidad y misericordia divinas.