Cada vez es más evidente en nuestros tiempos la exigencia de un buen acompañamiento. En el pasado, esto estaba asegurado de forma bastante natural. En el pueblo o en la pequeña ciudad, con el párroco, el maestro y el médico, y en el contexto de familias amplias, de varias generaciones, era el propio entorno el que ofrecía escucha, consejo, corrección, apoyo, ayuda. De modo que, variando el dicho africano según el cual «para educar a un niño hace falta un pueblo», podríamos decir que se necesita un pueblo para acompañar a una persona. Hoy tenemos claro ‒y está totalmente en línea con la fe cristiana, que tiene su centro en el Dios hecho hombre‒ que el acompañamiento espiritual solo no basta, sino que se necesita un acompañamiento integral: psico-físico-social además de espiritual. Esto implica una multiplicidad de competencias y figuras que deben actuar, pero de manera convergente y no aislada, según una dinámica de reciprocidad entre ellos y con la persona interesada. Y esto hay que hacerlo en un camino de gradualidad, como lo encontramos en Jesús cuando acompaña a los discípulos de Emaús y en muchos otros episodios del Evangelio. Él parte de donde las personas se encuentran y las acompaña en el siguiente paso, sin pretender todo y enseguida, hasta que la luz se abre paso y madura la llamada. Entonces, sí, aparece el todo y el enseguida: «Se fueron sin demora...», dice Lucas de los discípulos de Emaús (24, 33). Y Marcos, en el relato de la llamada de los primeros discípulos: «E inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (1, 18).