La misión es connatural a la Iglesia; es un mandato que debe cumplir, bajo pena de su desaparición: la Iglesia existe para comunicar el Evangelio.
En Cristo se ha abierto un espacio personal para todos sin exclusiones. Esta comprensión de la misión requiere apóstoles acogedores en las relaciones interpersonales y sobre todo comunidades acogedoras, inclusivas, dialogantes. Es necesario tomar conciencia de que la misión de la Iglesia no es otra que poner a disposición de todos... el mismo don del que vive: haber encontrado acogida en la humanidad resucitada de Cristo –y, por tanto, en Dios mismo– para ser resucitada con él, y con él transfigurada. ¿Cómo podría cumplir adecuadamente esta misión solo con dones ministeriales (aunque imprescindibles) o religiosos, sin contar con los carismas laicales específicos, informados de lo humano y al mismo tiempo orientados hacia lo divino? Y ¿cómo podría suceder sino en un contexto de verdadera maduración teológica, como el representado por la eclesiología de comunión y la sinodalidad?
Debemos cultivar una espiritualidad de comunión en la que cada uno entienda su identidad en la interacción con las demás y en el intercambio de amor, para ofrecer en nuestro entorno al Cristo presente entre los creyentes como eje de una misión que, más que convencer, quiere hacer gustar un poco la salvación, en la medida en que es posible en la tierra. Profundizar en la relación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, sin confusión y sin separación, a la luz de una concepción de la vida como don de sí por amor a los demás, que anima y llena de sentido tanto la vida cristiana como la liturgia y la administración de los sacramentos.